Pablo A. Proaño
En un contexto de elecciones, referéndum y escándalos de corrupción, la pugna por el poder político parece esparcirse como una plaga en la mentalidad de candidatos y autoridades. Nos da oportunidad para reflexionar sobre estos tres conceptos importantes.
Por un lado, la concepción política del poder casi siempre está relacionada con la facultad de actuar y de obligar a otro a actuar de determinada forma. Especialmente obligándolo a actuar aún contra su voluntad. El poder implica una dimensión de obligatoriedad, una imposición de fuerza o presión manifestada de formas muy variadas.
Es distinta a la concepción de autoridad pública, donde el poder, concebido como un todo, se alimenta de las facultades que le atribuye o reconoce cada persona individualmente con libertad. Esta autoridad es la que se encuentra al servicio de las necesidades más grandes que las individuales y permite la organización social de las estructuras intermedias en búsqueda de los intereses colectivos. Pero siempre tiene, como fin último, el desarrollo integral de la persona. Por eso, la autoridad implica la tutela de la dignidad y valores del individuo y de la sociedad.
Por otro lado, un autoritarismo conlleva una arrogación de poder, una auto atribución irracional (y muchas veces también ilegal) de potestades que no se poseen sobre los demás. Por donde pasa, deja una estela de graves vulneraciones de derechos humanos y libertades fundamentales. Es lo contrario al uso del poder según la libertad personal, la prudencia y la justa razón.
Es importante reflexionar sobre los tres conceptos, sobre todo cuando se ha perdido la fe en la política, cuando todos son «los políticos de siempre» y la sombra del autoritarismo vuelve a acecharnos. No nos debe faltar lucidez para reconocer cuando los autoritarios nos alientan en una pugna de unos contra otros, desestabilizan el orden social y generan dudas en las instituciones, sin otro fin que el restablecimiento de un (des)orden que perpetúan sus abusos.
Frente a ello hay esperanza. Nos encontramos ante el albor de un nuevo contexto político. Muchos de los nombres más conocidos están a punto de quedar por fuera de las papeletas y también del imaginario colectivo. Esto abre un campo para una nueva generación, no solo de políticos, sino también de política. Es momento donde una generación entera puede cuestionar las formas y el fondo: el populismo y el autoritarismo. Además, es la oportunidad de cuestionar a muchos otros «ismos» que se muestran como herramientas tentadoras de imposición de poder.
Si trabajamos por formar autoridades auténticas, preocupados por las necesidades individuales y colectivas, entenderán estas necesidades en su contexto antes de atenderlas mediocremente. Desde ya, se buscan autoridades con un profundo espíritu democrático, traducido en una auténtica sed de buscar respuestas verdaderas a los interrogantes más profundos de cada persona. Entonces, el poder estará al servicio de la autoridad y el autoritarismo quedará opacado por el verdadero grito de las necesidades colectivas.
En conclusión, no debemos «darnos por vencidos» de la política, sino repensarla, entenderla desde la atención a las necesidades de todos, no de unos pocos. Así no tendremos que luchar contra quienes pugnan por el poder, sino que podremos cooperar con auténticas autoridades para alcanzar un bien común más elevado.
Publicado originalmente en la Revista La República:
De autores, poderes y autoritarismos