Pablo A. Proaño
Visitando el impresionante sitio arqueológico de Chichén Itzá en la península de Yucatán, México, me preguntaba cómo es que los Mayas podrían tener una cosmovisión tan diferente de la que tenemos ahora. Vivimos en el mismo planeta, únicamente con algunas centurias de diferencia y, sin embargo, hoy tenemos concepciones muy distintas de Dios, la vida, la muerte, la sociedad, la cultura, el arte, la belleza, la justicia, el amor, entre otros.
Los seres humanos tenemos una asombrosa capacidad para abstraer conceptos complejos a partir de la realidad. Podemos compartir y comunicar conceptos, visiones del mundo, a través del arte, del diálogo o la protesta. ¿Es posible encontrar una “auténtica” verdad en estas ideas, conceptos y abstracciones? Evidentemente no. ¿Podemos decir que el vecino se equivoca porque su experiencia vital le ha llevado a otro entendimiento de lo justo?
¿Perdemos el tiempo tratando de identificar quién puede decir lo que es verdadero, lo bueno o lo justo? Más difícil aún resulta intentar señalar a quién le asiste el derecho para imponer sus ideas por la fuerza. Sin embargo, me parece extremadamente importante plantearnos estas preguntas en el marco de unas protestas que pretenden, en nombre de la justicia social, replantear el concepto de lo bueno, lo justo y lo democrático.
El filósofo Platón nos planteó, en su famoso mito de la cueva, la posibilidad de que la realidad que nos rodea no sea la perfecta. Que existe, en alguna esfera suprahumana, el mundo de las ideas, de donde perfectamente proceden la libertad, la justicia, el amor, la paz. Todo lo demás, lo terreno, lo que nos rodea, está supeditado a esta esfera, y todo se mantiene en relación con un estado de “deber ser”.
El problema es claro: no todos somos Platón, no todos compartimos su experiencia o su cosmovisión. No todos compartiremos su deber ser, ni el de los mayas, ni el de los dirigentes políticos detrás o en contra de las protestas. ¿Cómo saber qué cosmovisión debe primar?
Para Platón, la verdad es aquello que se alcanza en el mundo de las ideas, el famoso ideal platónico. Se parte de lo que no existe para adecuar lo que existe. Se parte de un concepto para adecuar la realidad a mi concepto.
Mientras que para Santo Tomás de Aquino, se acoge a la definición aristotélica de verdad como “la adecuación del intelecto a la realidad.” El diccionario de la RAE curiosamente identifica el concepto de “realidad” con el de “verdad” y viceversa.
Para Aristóteles y Santo Tomás, la verdad está primero fuera de nosotros, se esconde detrás de cada realidad que podamos encontrar en barrios lujosos y comunidades pobres, entre el hambre, la necesidad y la opulencia. A la verdad hay que salir a buscarla para conocerla, no hay que inventarla, no hay que idearla.
Si llenamos nuestras calles de “Platones”, tendremos “verdades” alimentadas por un deber ser; por un deseo muchas veces idílico de cambios y mejoras que deben hacerse; de injusticias que deben ser detenidas; de poder que debe ser acumulado en otro alguien. Tendremos un deber ser bueno y una realidad mala, y eventualmente una obligación moral por empujarla hacia este deber ser.
Si llenamos las calles de “Aristóteles” tendremos deseos concretos, basados en situaciones concretas que se perpetúan en la injusticia y la desatención. También soluciones concretas, realistas frente a la actual crisis postpandémica, a los malos gobiernos que arrastramos desde nuestra fundación, a la corrupción que existe desde la más leve elevación de un precio en la tienda, la reducción de centavos de un salario, hasta cifras millonarias que se juegan con un maletín en alguna oficina muy importante.
El problema actual es que estamos llenos de Platones y Aristóteles, los tenemos adentro, combatimos las realidades pero sin bajarnos de la supraesfera de nuestro deber ser. Aún no llegamos a entender con verdad la profunda crisis por la que pasa nuestro país, aún no logramos soluciones concretas, democráticas y duraderas.
Y mientras tanto, seguimos queriendo imponer, por la fuerza, nuestros propios conceptos, nuestra propia bandera y para algunos, su propio interés.