Pablo A. Proaño
Lo ocurrido en Quito con la Embajada Mexicana se asemeja demasiado a un caso de libro de Derecho Internacional Público y a lo que se enseña como normas que no admiten excepción, como la inmunidad diplomática. En ese sentido, ha enfrentado las opiniones de ciudadanos, políticos y juristas respecto de lo que es jurídico versus lo que se ve como correcto.
Las siguientes líneas parten de una premisa: las sedes de las embajadas son inviolables y el derecho internacional no establece ninguna excepción a esta inviolabilidad.
¿Por qué es importante que se reconozca esta obligación internacional? Porque, más allá del beneficio político que tendría mostrarse como un líder fuerte, la noción de que el Derecho aplica para todos es lo que mantiene a las democracias funcionando. En el momento en que los poderosos inventan «excepciones» (por más correctas y convenientes que sean), la dignidad y la integridad de los ciudadanos está en riesgo.
Justificar mi desobediencia del Derecho para evitar la desobediencia ajena solo denigra los consensos racionales en meras pugnas de poder. Y basta solo que la balanza del poder se incline en mi contra para sufrir en carne propia las mismas o peores represalias.
Si el derecho se presta para abusos, por la forma indeterminada en la que está redactado o por la falta de sanciones ante su abuso e incumplimiento, existe el deber de quienes instauraron la norma de corregirla y no autoriza a quienes tienen el poder para torcerla. Ni siquiera por obrar en aras de un mayor ‘bien’. Especialmente cuando ese ‘bien’ es el beneficio propio.
El hecho de establecer reglas claras, por ejemplo, en el Derecho Internacional, implica un consenso racional de los estados. Es un acuerdo en frío, en una búsqueda unánime del deber ser y de las normas más justas. Y el acuerdo obliga a unos y a otros, a propios y a ajenos.
Un afamado profesor de Derecho Internacional Público explicaba las obligaciones de los estados nacidas de tratados internacionales con la metáfora de Ulises en el capítulo 12 de la Odisea. El héroe mítico sabía que el canto de las sirenas seduce a los marineros y los hace lanzarse al mar para sufrir una muerte terrible. Por eso, antes de navegar por sus aguas, pidió ser amarrado al mástil para poder oír los cantos sin morir por su seducción.
Así es el Derecho. Cuando somos razonables, democráticos y civilizados, hacemos acuerdos que abrochan al mástil, no solo a los contrarios sino también a los propios. Así, cuando cantan las sirenas y nos dejamos seducir del poder o por lo que es «justo», estamos atados por los mismos acuerdos que los demás. Eso es el Estado de Derecho.
Debemos seguir con atención el desenlace internacional de ese asunto: las sesiones de la OEA y los posibles juicios contra el Ecuador. Podría ser que este precedente ponga en verdadero debate a la comunidad internacional y se busquen acuerdos ulteriores para evitar o sancionar con mayor ahínco los abusos del asilo que llevaron a la invasión de la Embajada Mexicana.
Sin perjuicio de esto, resulta llamativo que quienes más denuncian la arbitrariedad del Presidente han querido también usar el Derecho Internacional a su conveniencia, otorgando a instrumentos internacionales no vinculantes un valor jurídico que no tienen, por medio de las reformas al COIP y del debate del proyecto de Ley de Obligaciones Internacionales.
También podría pasar que los juicios políticos planteados pasen por otra entidad que ha usado el Derecho a conveniencia de sus postulados ideológicos. A ellos también les corresponde recordar que no porque ostenten poder están por encima del pueblo mandante y la Constitución.
Porque el camino hacia una ley justa nace de la búsqueda del bien común y el respeto de procesos democráticos, teniendo al centro la dignidad del ser humano, y no de las concepciones cortas y sesgadas de lo que es ‘lo bueno’ o lo ‘justo’.