Ab. Pablo A. Proaño
Asociado en Dignidad y derecho
Cualquier cambio que nuestro país requiere debe hacerse desde el esfuerzo constante y persistente de todos los ciudadanos. Existen dos grandes males opuestos a esta mentalidad de cambio y que poco a poco nos alejan de ser un mejor país o una mejor sociedad: la atomización social y la cultura de la queja.
La atomización social
Consiste en que cada individuo actúa de forma autónoma, como un átomo independiente de su sociedad y su entorno. Esta tendencia del hombre es una realidad tan antigua como el filósofo griego Demócrito, pero tan actual como las contemporáneas investigaciones del sociólogo polaco, Krzysztof Wielecki.
Nos llevará lentamente a una mentalidad cerrada, individualista y profundamente acaparadora, tal como vemos que se padece frecuentemente en nuestra sociedad ecuatoriana y latinoamericana. Estar pendiente de mí, velar primero por mí, y cuidar solo de lo mío. Tal vez sea fruto de la sumatoria de descontentos personales o familiares; pero claramente la incapacidad de ponernos en los zapatos del otro (sí, especialmente del que nos desagrada o nos causa algún daño) nos impide alcanzar metas de comunidad.
El atomismo social nos hace arrancarnos los recursos como aves de carroña; nos impide aprender de los demás; y, nos imposibilita el ser capaces de ver en el bien del vecino, mi propio bien, en el bien de mi barrio o mi comunidad, mi propio beneficio. No se trata de «darlo todo» por el otro, se trata de reconocer que ayudándonos todos podemos llegar más lejos, o por lo menos, estorbarnos menos.
La cultura de la queja
Concepto acuñado con maestría por el crítico de cine Robert Hughes, nos permite ubicarnos cómodamente desde el estrado del acusador para echar la culpa de los problemas que nos rodean a alguien más. Es fácil echar la culpa al gobierno, la autoridad, etc. Sin embargo, cuánta madurez tenemos para hacernos responsables de buscar soluciones y cumplir nuestros deberes en lugar de perder tiempo en la crítica. La cultura de la queja es alimentada profundamente por la avidez de noticias desesperanzadoras y agobiantes que han llevado a más de uno (y me incluyo) a increíbles laberintos mentales de desesperanza.
La fórmula para combatir estos males es reconociéndolos en nuestra cotidianidad. Admirando con gratitud la importancia que tiene el otro y el beneficio que nos procura, desde el taxista al panadero, del político al académico. Todos formamos parte de un engranaje social más grande donde somos interdependientes y simbióticos.
Finalmente, evitar la queja para hacer la pregunta antes: ¿qué puedo hacer yo para cambiar tal o cual realidad? ¿de qué manera puedo contribuir a mi sociedad desde mi profesión, mi barrio, con mi propia voz? ¿cómo puedo trabajar en conjunto con mi comunidad, mi municipio, mi Estado, para el mejoramiento de tal o cual situación?
En fin, asumir nuestro rol no desde un moralismo vacío, sino desde la comprensión de que necesitamos valores para alcanzar una sociedad próspera y pacífica. Retomo a modo de reflexión las palabras de un líder religioso en su visita al Ecuador: «¿Amamos nuestra sociedad o sigue siendo algo lejano, algo anónimo, que no nos involucra, no nos mete, no nos compromete? ¿Amamos nuestro país, la comunidad que estamos intentando construir? (…) ¡Amémosla a la sociedad en las obras más que en las palabras! En cada persona, en lo concreto, en la vida que compartimos.»
Yo quiero formar parte de una nueva generación de ecuatorianos que amen su país y su sociedad. Te invito a sumarte.