José Gabriel Cornejo
Como observa el profesor J. H. H. Weiler, el diseño de las democracias liberales está íntimamente unido a la libertad de religión, a la valoración del pluralismo y de la tolerancia, y a la neutralidad del Estado frente al sentido religioso de los ciudadanos. Desde la paz de Westfalia, que puso fin al largo conflicto político-religioso etiquetado como la Guerra de los Treinta Años, los Estados modernos de Occidente se han construido sobre los cimientos de la libertad de culto.
En ese sentido, el ciudadano, titular de derechos en toda regla, tiene la posibilidad de creer o no creer, de conservar o de cambiar su religión, según lo dicte su conciencia. El derecho protege dos tipos de libertad: una positiva, de ser religioso, adherirse a un credo y encarnar en la propia vida sus valores y dogmas; y una negativa, de no adherirse ni conducirse según ninguno.
Pero, ¿significa esto que el Estado y la sociedad se beneficien al ignorar el fenómeno religioso en la política pública? Esta es la pregunta a la que inevitablemente nos lleva la decisión de excluir la religión y creencias del último censo nacional realizado por el INEC.
Con dos años de retraso provocado por la pandemia, el censo se realizó entre noviembre y diciembre del 2022. Como es obvio, esta encuesta nacional -que incluye varias categorías de preguntas como privacidad, ubicación geográfica, vivienda, hogar y población- es de primera importancia para contar con cifras indispensables para la definición de política pública.
Sin embargo, entre las preguntas no se incluyó ninguna relacionada con la posición religiosa de los ciudadanos. Es decir, la religión ha pasado a ser la gran invisibilizada. Cuando decimos, ciertamente con razón, que somos un Estado laico, no significa que exista una especie de deber de olvido o abolición del fenómeno religioso. Todo lo contrario, es un llamado a integrar sin imponer y a afirmar sin discriminar.
Entre los extremos de un Estado confesional y un Estado laico abolicionista, se encuentran diferentes formas de organización política que permiten vivir la separación entre el Estado y la religión de manera saludable e inclusiva para todos las creencias de los ecuatorianos. La vivencia religiosa o espiritual es un elemento constitutivo de la identidad colectiva de nuestro Estado plurinacional, de tal manera que nutre e informa de valores a nuestra legislación y política.
Por ello debe ser resguardada, pues todos conocemos que una democracia que no está acompañada por un pueblo cohesionado, y con su identidad definida, está pronta a entrar en la unidad de cuidados intensivos.
Al tomar nota de la religión y creencias, el Estado estaría en mejor posición para definir las prioridades de su política pública y legislación, así como del mejor discurso para presentar reformas y del mejor vehículo para dialogar con nuestras diferentes comunidades.
En el caso ecuatoriano, las diferentes formas de religiosidad son indisociables de nuestra identidad. De hecho, además de las alusiones constitucionales a Dios y a la libertad de religión, nuestros símbolos patrios como la bandera o el himno nacional incorporan referencias a la divinidad. Así las cosas, la importancia de la religión en la democracia ecuatoriana es innegable.
Por ello, no se entiende la elección de excluir absolutamente del censo la pregunta sobre la posición religiosa con la que se identifican los ecuatorianos. Pues, ya que el deber más alto del Estado es garantizar derechos y la libertad religiosa es uno de ellos, era elemental contar con información al respecto. No solo por las razones ya expuestas, sino para para conocer la religión y creencias minoritarias, permitiendo así realizar esfuerzos conscientes para que las autoridades estatales las respeten. Parafraseando un aforismo filosófico, no se puede proteger lo que no se conoce.
Publicado originalmente en Diario La República:
https://www.larepublica.ec/blog/2023/01/19/lo-que-el-censo-ignoro/