Pablo A. Proaño
¿Qué pasaría si el gobierno nacional decide exigir que para ejercer un trabajo, los ciudadanos deberíamos presentar una solicitud al Ministerio, caso contrario queda anulada nuestra facultad de ejercer este derecho? Sería un abuso del Estado, una intromisión injustificada.
O si se dictamina que los novios que buscan casarse deban justificar en un documento por qué deciden hacerlo por el civil y no por medio de un rito religioso. O que ya casados deban justificar ante el Estado por qué quieren o no quieren tener hijos.
Estos casos serían absurdos porque en un Estado de Derecho (o de Derechos, para saldar discusiones), la garantía de protección de los derechos constitucionales de todas las personas resulta ser una piedra angular. Es por ello que nuestra Constitución contiene múltiples principios para el ejercicio de estos derechos, como son la igualdad y no discriminación, la aplicación directa de derechos y garantías, la no exigencia de condiciones o requisitos no establecidos en la ley, la no restricción de derechos y garantías, la interpretación más favorable a su vigencia, la interdependencia de derechos constitucionales, y una larga lista de etcéteras que, además, han sido recogidos, interpretados y aplicados en múltiples fallos de la Corte Constitucional.
Imponer un requisito burocrático o un plazo para el ejercicio de un derecho, resulta absurdo y totalmente inconstitucional. Implica que es el Estado quien reconoce este derecho, de modo que puede decidir cuándo, en qué condiciones y bajo qué parámetros, va a atribuir una facultad a una persona. Todo lo contrario a la concepción de nuestro derecho constitucional que reconoce derechos que “emanan de la dignidad humana”.
Luego, cabe la discusión sobre los límites de la regulación, la limitación y la suspensión de un derecho constitucional. Ciertamente, el Estado está para regular el ejercicio de los derechos en determinadas circunstancias. Por ejemplo, el Estado puede establecer condiciones para realizar una protesta pacífica como expresión democrática; o regular cuándo la propiedad patrimonial o de alto valor ecológico debe conservarse como pública. De igual manera, en un caso excepcional de una pandemia o una revuelta violenta, el Estado puede legítimamente limitar derechos para establecer un toque de queda o allanamientos domiciliarios alimentados por inteligencia policial, siempre de forma limitada y condicionada bajo un estado de excepción legítimo.
Finalmente, existe el complejo escenario de una aparente colisión de derechos, donde aparentemente el ejercicio del derecho de una persona implica un conflicto con el ejercicio del derecho de otra. En virtud del principio de interdependencia, por el cual todos los derechos son de igual jerarquía, y el principio de igualdad, por el cual todas las personas somos iguales en derechos, se puede aplicar mecanismos que salden esta cuestión, como el antiguo test de razonabilidad y el medio caduco, test de proporcionalidad.
Hoy nos enfrentamos a un escenario similar cuando se trata del derecho a la objeción de conciencia y la flamante obligación del Estado de garantizar el acceso a abortos en casos de violación. Las autoridades tienen que tener presente el complejo entramado de derechos para no caer en arbitrariedades que limiten el derecho a la objeción de conciencia de los médicos que se rehusen a practicar abortos.
La cuestión es compleja, y sería un error pretender saldarla con un formulario en el cual, los médicos objetores deban ‘justificar’ su objeción de conciencia. Más grave aún, imponer plazos para la presentación de este documento, o imponer requisitos costosos como la notarización del mismo para que los médicos puedan ejercer este derecho.
Evidentemente, son cuestiones que atentan actualmente contra los derechos de los médicos ecuatorianos. Hace falta campañas de concientización y promoción de estos derechos y garantías para que nadie se vea comprometido a comprometer su conciencia en un estado democrático.