OPINIÓN| Derecho, reivindicación y autoafirmación

Dignidad y Derecho

 

Semanas convulsas, vaivenes jurídicos, confusiones mediáticas. Entre la amalgama de posiciones, de medios escogidos por cada bando para avanzar en sus reivindicaciones, de interpretaciones sobre lo que efectivamente está aconteciendo, es difícil formarse un criterio informado por la realidad antes que por las opiniones en disputa.

Lo anterior puede predicarse de dos situaciones concretas: de la crisis de Ecuador que, en mayor o menor medida, la experimentamos en carne propia; y, de los choques ideológicos que se han suscitado en los Estados Unidos a raíz de la derogación de la polémica sentencia Roe v. Wade. Sin entrar en detalles, y aun cuando se trata de cuestiones de índole en extremo diversas, hay dos puntos comunes a ambos casos. Uno, la falta de distinción entre derechos y reclamos. Dos, la tendencia a tomar por válido un argumento por el solo hecho de que a mí me gusta o de que lo encuentro bueno.

Digamos, sobre lo primero, que se trata de conflictos en los que se confunden los conceptos de derecho(s) y reivindicación (reclamos). La desesperación por lograr cambios, parece llevar a los líderes de opinión a tratar como un derecho (un poder legal y justo) a todo medio disponible para lograr la transformación social que desde su ideario se presenta como el único estado de las cosas aceptable – lo mismo sucede con grupos indígenas como con partidarios acérrimos del gobierno, con activistas pro choice como con fieles defensores de la última decisión de la Suprema Corte estadounidense en materia de aborto.

Sin embargo, el mero hecho de tener una pretensión no la convierte en un derecho, ni tampoco legitima todas las acciones que se llevan a cabo para conseguirla. Para que un derecho sea tal, tiene que estar reconocido en la legislación (desde un punto social) y, además, debe ser justo (desde un punto de vista moral). Por eso, es preocupante la facilidad con la que ciertos grupos justifican la violencia con el nombre de derechos, ya sea policial, vandálica, obstétrica o abortista.

Protestar es un derecho constitucional y moral, sí; impedir el paso de ambulancias y medicinas so pretexto de lograr nuestras reivindicaciones, no lo es. El uso progresivo de la fuerza es legítimo, sí; el uso excesivo de la fuerza y la represión a alguien por el hecho de su pertenencia a un grupo, no. El nacer es un derecho, sí; no lo es el condicionar una existencia humana al deseo de una tercera persona. Poner fin al embarazo con el objeto de salvar la vida de la madre (no para acabar con la del hijo) es un derecho; seleccionar, sin prever causales justas, qué embarazo se continúa o se termina, no.

Lastimosamente, está imperando la costumbre de pegar la etiqueta de derechos a todo reclamo o preferencia, sin antes mirar su legalidad y justicia. Entre tantas explicaciones que podríamos encontrar sobre este fenómeno, señalemos por ahora solo una: la tendencia a justificar una posición por el solo hecho de que yo creo en ella. Pero, como bien señala John Finnis, “el hecho de que yo crea que X es malo, o que P es verdadero, no es argumento en favor de mi creencia”. Precisamente, semejantes formas de razonamiento sumadas a la tendencia humana a la autorreferencialidad están en el centro del uso irreflexivo del término “derecho”.

En medio del caos, quien realmente quiere dar con la verdad para no ser presa de las narrativas en competencia, hará bien en distinguir el derecho de las reivindicaciones y lo que es de lo que yo quisiera que sea.

Gran desilusión deja el silencio de los grupos “pro derechos humanos” cuando eligen las batallas en función de las personas que las enfrentan. Cuánta insensibilidad del mundo ante injusticias que no entienden de colores, sexos, edad, creencias religiosas o étnicas. Cuán infructuosas son las luchas diarias de los que no tienen derecho a ser tratados con la misma sensibilidad por no corresponder al grupo de atención especial de la ideología de turno.

Hace pocos días conocimos del cruel asesinato de medio centenar de católicos en Nigeria y el mundo se quedó mudo. Más grave aún, aunque las víctimas eran personas de color, los defensores de ideologías guardaron silencio por no identificarse con la lucha de la libertad religiosa. Incluso numerosos defensores de la igualdad racial guardaron silencio.

La realidad es que los dogmas ideológicos contemporáneos parecen estar por encima del hombre. Importa más el espacio ganado por la lucha ideológica, que los seres humanos. Las voces se acallan cuando implican el reconocimiento de derechos de personas encasilladas en los grupos contrarios.

Existe demasiada ideología para una sola humanidad. Más de una vez, la diferencia entre los seres humanos ha sido generada por quienes reclaman igualdad. La lucha pierde legitimidad, cuando los derechos se terminan dentro del límite de lo que creo o defiendo.

Se ha creado una jerarquía de derechos en función del grupo al que corresponde cada persona. Bajo el paraguas de las ideologías, la sociedad se ha dividido rápidamente y la igualdad reclamada, se ha reducido en verdadera inequidad.

Los activistas se han preocupado tanto de vender su imagen que se vuelven actores de televisión. Por mantener en la palestra lo que defienden, se convierten en farsantes. Sus objetos de lucha se transforman en lemas de campaña, y su discurso se parece más al himno nacional cantado a todo pulmón, por el político corrupto que ha esquilmado el arca estatal.

Lo único cierto es que la raza humana es una sola, sola, a pesar de la variedad propia de distintos grupos sociales. A pesar de nuestra diversidad, los derechos humanos deben ser los mismos para toda la humanidad.

Cualquier ideología que desconozca esta base de unidad, es injusta, como injusto es festejar la muerte de cualquier ser humano. El mundo cambiará en el momento en que a todos nos duela la pérdida de una sola persona, por muy alejada que esté de nuestra propia forma de pensar.

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José Gabriel Cornejo

Coordinador del Área de asesoría legislativa y litigio