Nicole Espinosa
Cuando se invocan principios universales del derecho, ciertamente se hace una alusión a un concepto determinado. Es decir, buscamos implementar un concepto que ha sido dotado de un significado universal. Por ejemplo, cuando se dice que se debe aplicar el principio de independencia judicial, se está hablando de que los jueces no sufran presiones externas a la hora de resolver.
Luego, uno podría concluir que, si un Estado ha de aplicar el principio de independencia judicial, es importante que en su ordenamiento jurídico no existan disposiciones normativas que soslayen la vigencia de este principio. ¿Qué quiere decir ello? Simplemente que no existan normas que habiliten o faciliten el ejercicio de presiones externas hacia los jueces, para que ellos, a su vez, puedan resolver los casos apegados a la ley (en derecho).
Hasta aquí todo parecería sencillo, pero la realidad es que es sumamente complejo. Pues no importa que tan universal sea el principio, no existe remedio capaz de adaptarse a todas las realidades sociales, culturales, económicas y políticas. Así, el principio en abstracto puede ser el fin común perseguido, único en concepto y necesario para garantizar un sistema judicial óptimo.
No obstante, la forma en la que cada Estado lo aplica en la práctica no debería ser universal si lo que se busca es eficacia. Es un hecho que ningún país puede combatir el mismo mal de forma idéntica. Es por esto que se debe abordar con minuciosidad al principio, facilitando que este encaje en la realidad jurídica y social del país.
Aquí es donde cobra especial importancia la jurisprudencia de la Corte Constitucional, específicamente la Sentencia No. 3-19-CN/20 (error inexcusable). Mediante esta, se le quitó la potestad al Consejo de la Judicatura para conocer de las acciones en contra de jueces que incurran en dolo, manifiesta negligencia o error inexcusable, pues a ojos de la Corte esto permitía que un factor externo se involucre en la actividad jurisdiccional de los jueces. Es decir, dicha facultad era incompatible con la independencia judicial.
Así, la Corte puso fin a los tiempos en los que el Consejo de la Judicatura destituía a jueces por fallar en contra del Estado y creó la figura de la declaratoria jurisdiccional previa. Palabras más, palabras menos, un remedio que pretende combatir la injerencia en el poder judicial exigiendo que sean los mismos jueces los que revisen las actuaciones jurisdiccionales de sus compañeros y determinen si estas se enmarcan o no en las figuras antedichas.
Quienes anticiparon las consecuencias nefastas de este precedente, no se equivocaron. El remedio terminó siendo peor que la enfermedad porque la realidad de nuestro país no se condice con la lógica de esta Sentencia. Aquellos que litigamos bajo este sistema, conocemos de cerca la forma en la que operan los jueces (con notorias salvedades). El Consejo de la Judicatura era tan solo una arista del meollo, una punta del iceberg, la enfermedad es mucho más profunda.
Por esto, lo que la Corte Constitucional marcó como un rotundo éxito para la independencia judicial, en la práctica, terminó siendo un golpe para quienes litigamos bajo el sistema judicial ecuatoriano. En lugar de garantizar la imparcialidad judicial, la Sentencia pavimentó el camino para la impunidad dentro de la función judicial. La protección a los jueces contemplada en dicha Sentencia es de tal magnitud que, terminó por darle la espalda a los usuarios del sistema judicial frente a la arbitrariedad, la corrupción y el tráfico de influencias.
Si la Corte Constitucional defendió a la actividad de los jueces de la injerencia externa, la pregunta es ¿quién nos defiende a los usuarios del sistema de las ambiciones personales de esos jueces? Si el remedio es manifiestamente peor que la enfermedad, ¿cuánto más esperará la Corte para modular el alcance de su propia Sentencia? ¿Acaso no hemos tenido suficiente?